Cuando estaba en el liceo, recuerdo que una vez me enfermé y pedí salir de clase. Fui a parar a un despacho chico, el escritorio de alguna encargada que ya se había ido. Allí había un sillón donde me recosté con la mirada clavada en el techo. En la pared opuesta al sillón reposaba una flaca biblioteca de madera marrón oscuro con algunos montoncitos de libros. Como quien no puede resistir la tentación de agarrar un caramelo de una jarra, dejé el reposo del sillón verde, me acerqué y encontré una cura. Elegí, sin tener idea de qué se trataba, Cumbres Borrascosas. No paré de leerlo hasta dos o tres días después. No sé si seguía enferma o sana pero acababa de ser marcada por un libro para toda la vida.
A veces, cuando empiezo una nueva novela, vuelvo a sentir el magnetismo que generan personajes como Heathcliff y Catherine Earnshaw. Y me vuelven a fascinar voces a la vez análiticas y poéticas como la de Mr. Lockwood. También pienso a menudo cómo nos buscan los libros (sí, son ellos los que nos persiguen, nos hacen frenar y nos hablan) en lugares y momentos inesperados.
A veces, cuando empiezo una nueva novela, vuelvo a sentir el magnetismo que generan personajes como Heathcliff y Catherine Earnshaw. Y me vuelven a fascinar voces a la vez análiticas y poéticas como la de Mr. Lockwood. También pienso a menudo cómo nos buscan los libros (sí, son ellos los que nos persiguen, nos hacen frenar y nos hablan) en lugares y momentos inesperados.