La clase de natación del sábado empezó con una frustración. La instructora sonriente y dinámica que ya habíamos conocido no iba a poder estar. En su lugar, estaría una instructora que parecía menos entretenida y poco entusiasmada con tantos padres y niños (diez y diez) a los que sería imposible llegar a llamar por su nombre en el transcurso de media hora de instrucción. La clase empezó y terminó sin grandes avances (la suplente repetía, no innovaba) y con cierto alivio de que solo sería por una vez.
Una hora más tarde, le toca el turno a mi hija mayor, aunque con otra maestra. Mientras espero me pongo a conversar con una espectadora que tiene un par de peces mellizos en el agua. Hablamos de escritura, de lo que nos bloquea, de lo que nos ayuda a escribir. Ya nos conocemos y sé que ha estudiado arqueología en una Ivy League pero no me ha contado todavía el tema de su tesis. Dejo mi boca abierta como una ballena cuando me lo dice: el uso de la imagen del dios Zeus en poblaciones antiguas de Asia menor, Turquía. Recorro con mirada pensativa toda la piscina. Turquía...
De golpe, freno. Veo que mi hija está por saltar del cubo por primera vez en su vida. Despego de la silla y me acerco a ella y la animo. Tiembla, tirita y finalmente: ¡salta! Aplaudo. Y en pleno festejo, alguien reaparece y se instala serena a mi izquierda: la maestra suplente. Sonríe y no tengo más opción que sonreir de nuevo y agradecer la clase. "De nada. Hice lo que pude", dice con algo de desgana.
No sé qué hace que empiece a hablar de lo que sí le gusta más que ser maestra suplente de clases de natación para bebés: el fútbol americano, el rugby, el soccer. Con una frágil esperanza de entablar un puente en la conversación le menciono que soy de Uruguay y con calma y seguridad, asiente: "Sí, ¿Montevideo?". Sin mirarme ni incrementar el entusiasmo, que ahora yo sí empiezo a tener al escuchar el nombre de mi ciudad natal, cuenta:
"Mi abuela tenía dos hermanas y tres hermanos. Eran alemanes. Sus padres murieron y ellos seis fueron puestos en barcos con destino a América. A las mujeres, de doce, nueve y seis años, las mandaron aquí cerca, a Milwaukee. A los hombres, de catorce, ocho y cinco, a Montevideo. Ellas a trabajar en panadería, ellos en granjas. Sus hijos todavía se mandan postales por Navidad".
Miro a mi hija dar otro salto a la piscina. Saludo de lejos a la amiga del dios Zeus. Me quedo pensando en lo que me dijo antes: "Escribir esta tesis en un proceso narrativo, es contar una historia". La instructora suplente se despide y se va chancleteando. Quedo allí, en la orilla, con la confusión de lugar de quien acaba de ser revolcada por una ola.
Una hora más tarde, le toca el turno a mi hija mayor, aunque con otra maestra. Mientras espero me pongo a conversar con una espectadora que tiene un par de peces mellizos en el agua. Hablamos de escritura, de lo que nos bloquea, de lo que nos ayuda a escribir. Ya nos conocemos y sé que ha estudiado arqueología en una Ivy League pero no me ha contado todavía el tema de su tesis. Dejo mi boca abierta como una ballena cuando me lo dice: el uso de la imagen del dios Zeus en poblaciones antiguas de Asia menor, Turquía. Recorro con mirada pensativa toda la piscina. Turquía...
De golpe, freno. Veo que mi hija está por saltar del cubo por primera vez en su vida. Despego de la silla y me acerco a ella y la animo. Tiembla, tirita y finalmente: ¡salta! Aplaudo. Y en pleno festejo, alguien reaparece y se instala serena a mi izquierda: la maestra suplente. Sonríe y no tengo más opción que sonreir de nuevo y agradecer la clase. "De nada. Hice lo que pude", dice con algo de desgana.
No sé qué hace que empiece a hablar de lo que sí le gusta más que ser maestra suplente de clases de natación para bebés: el fútbol americano, el rugby, el soccer. Con una frágil esperanza de entablar un puente en la conversación le menciono que soy de Uruguay y con calma y seguridad, asiente: "Sí, ¿Montevideo?". Sin mirarme ni incrementar el entusiasmo, que ahora yo sí empiezo a tener al escuchar el nombre de mi ciudad natal, cuenta:
"Mi abuela tenía dos hermanas y tres hermanos. Eran alemanes. Sus padres murieron y ellos seis fueron puestos en barcos con destino a América. A las mujeres, de doce, nueve y seis años, las mandaron aquí cerca, a Milwaukee. A los hombres, de catorce, ocho y cinco, a Montevideo. Ellas a trabajar en panadería, ellos en granjas. Sus hijos todavía se mandan postales por Navidad".
Miro a mi hija dar otro salto a la piscina. Saludo de lejos a la amiga del dios Zeus. Me quedo pensando en lo que me dijo antes: "Escribir esta tesis en un proceso narrativo, es contar una historia". La instructora suplente se despide y se va chancleteando. Quedo allí, en la orilla, con la confusión de lugar de quien acaba de ser revolcada por una ola.