Cuando nos decidimos a visitar el Trastevere la tarde del domingo buscábamos encontrarnos con una cara de Roma menos conocida. Seguimos la indicación del taxista y caminamos de Piazza Trilussa a la izquierda y fuimos andando por Via del Moro con el paso sereno que el entorno invitaba a mantener. Descubrimos fascinados un barrio de calles angostas y carácter medieval reciclado, con muchas calles convertidas en peatonales con pequeños comercios y restaurantes. El aire de antigüedad de Roma permanecía pero sin la saturación turística de muchos de los destinos o calles más populares.
Pero al llegar a Piazza Apollonia la tranquilidad se volvió música y apareció un cartel que gritaba: “Benvenuto Papa Francesco”.
Unas simples vallas definían un área de exclusión y protegían un estrado poblado de músicos y cantantes en remeras de manga corta y colores vivos.
Sorprendidos, intrigados, caminamos a investigar mientras las nenas bailaban al son de “Vienen con alegría”.
Sí, Francisco vendría esa tarde a visitar a los miembros de la Comunidad de San Egidio.
¿Conocen la comunidad?, nos preguntaron, amablemente.
Eh… No...
La comunidad de San Egidio, supimos después, fue fundada en los sesenta en Roma, ahí mismo en el corazón del Trastevere y está dedicada a la atención de los pobres y los sin hogar. Su espíritu es marcadamente ecuménico y ha tenido un rol de mediación en regiones en conflicto. Se encuentra ahora en 70 países.
Faltaban unas pocas horas para la visita y había alrededor de cincuenta personas detrás de las vallas que cercaban la Piazza Santa Maria in Trastevere, ultimando preparativos. Se notaba que se trataba de un encuentro “local” y no masivo y nosotros, sin quererlo, habíamos dado con el momento y lugar oportunos.
Después de almorzar a ritmo italiano (lento) en la vereda de Via de San Cosimato, empezaron a caer las primeras gotas. Eran de esas gotas pesadas y gordas, que los paraguas chinos no alcanzan a frenar. En cuestión de segundos, hubo que cancelar el almuerzo y salir a buscar refugio de la tormenta que explotó sobre los preparativos de la visita papal y que amenazaba con ahogar nuestra esperanza de pellizcar un vistazo cercano del sucesor de Pedro.
Nos acurrucamos en un café con toldo y reincidimos en la sobredosis de gelato mientras dejábamos a Isabella dormir entre los truenos y relámpagos, que parecían, misteriosamente, arrullarla.
Por entre la lluvia, ríos de peregrinos, algunos en sillas de ruedas, muchos discapacitados, seguían como podían su camino hacia la Piazza de Santa María in Trastevere con los billetes apretados y las sonrisas suplicantes pidiendo en sus corazones: “Basta, pioggia, basta!”.
A las cuatro, como por indicación celestial, la tormenta se transformó en lluvia y la lluvia en llovizna. Con cierto descreimiento salimos, caminando, hacia el lugar del cartel, de la música, siguiendo a los peregrinos, pensando que tal vez, todos se habrían ido y el evento se habría cancelado.
Pero la lluvia barrió solo a aquellos que la temieron. Y al llegar a la valla que podíamos ocupar, el lugar que podíamos estar los que no teníamos billetes, quedamos en primera fila. De nuevo, incrédulos, preguntamos si Francisco pasaría por allí, por el corredor de dos o tres metros que separaba un paredón de donde estábamos parados. Sí, confirmó una señora española, pasar va a pasar pero no sabemos si en coche o a pie.
Mientras conjeturábamos lo que decidiría el Papa, intentábamos explicarles a las nenas, de cinco y dos años, lo que estaban por ver. “¡Pa-pa, pa-pa!”, cantaba Isabella mientras Fran absorbía todo lo que pasaba con atención y esperaba entusiasmada.
Unos minutos más y los flashes se encendieron y los brazos comenzaron a estirarse. Ansiosos, nos apuramos a diseñar una estrategia: Javi tendría a Fran sentada en sus hombros y yo a Isabella, en brazos, con su cuerpo del otro lado de la valla. El objetivo era que Francisco la viera y la bendijera. Sabíamos que los niños captan su atención y ella, con sus cachetes como albóndigas y su pelo con flecos, no iba a pasar desapercibida.
Pocos segundos después, los cachetes hicieron lo suyo. Y la sotana blanca se frenó ante nosotros. Y esto fue, palabras más o menos, lo que pasó:
¡Francisco! ¡Bendígala!
Francisco, obediente, la bendice y nos toma de la mano: primero a Javi, después a mí. Por un segundo, a los dos juntos.
¡Somos uruguayos…!
Francisco abre sus ojos con mirada cómplice y se sonríe para lanzar la tradicional y argentinísima broma:
¿Uruguayos…? Y el mate, ¿dónde está?
Allá…
Responde esta tonta mentirosa sin mate y retruca:
¡Lo queremos mucho, gracias por todo!
Francisco sigue su camino y Francesca queda como testigo privilegiada, filmando todo desde lo alto con sus ojos de princesa. Dedica un gesto a cada mirada que lo encuentra, a cada garganta que lo reclama. Embriaga y llena de paz. Sus manos son las de un abuelo, cálidas, envolventes, aunque se sientan apenas débiles.
Nos dejó como unos pobres locos, bailando al son de la música de colores, ahora enriquecidos, agradecidos y en deuda perpetua con la comunidad de San Egidio. Unos locos para los que el Trastevere ya no es solo un barrio alternativo al sur del Vaticano, sino un lugar de gracia donde un pastor salió a bromear, saludar y bendecir a unos peregrinos distraídos, que buscando la cara menos conocida de Roma, dieron con el “romano” más famoso del mundo.
Pero al llegar a Piazza Apollonia la tranquilidad se volvió música y apareció un cartel que gritaba: “Benvenuto Papa Francesco”.
Unas simples vallas definían un área de exclusión y protegían un estrado poblado de músicos y cantantes en remeras de manga corta y colores vivos.
Sorprendidos, intrigados, caminamos a investigar mientras las nenas bailaban al son de “Vienen con alegría”.
Sí, Francisco vendría esa tarde a visitar a los miembros de la Comunidad de San Egidio.
¿Conocen la comunidad?, nos preguntaron, amablemente.
Eh… No...
La comunidad de San Egidio, supimos después, fue fundada en los sesenta en Roma, ahí mismo en el corazón del Trastevere y está dedicada a la atención de los pobres y los sin hogar. Su espíritu es marcadamente ecuménico y ha tenido un rol de mediación en regiones en conflicto. Se encuentra ahora en 70 países.
Faltaban unas pocas horas para la visita y había alrededor de cincuenta personas detrás de las vallas que cercaban la Piazza Santa Maria in Trastevere, ultimando preparativos. Se notaba que se trataba de un encuentro “local” y no masivo y nosotros, sin quererlo, habíamos dado con el momento y lugar oportunos.
Después de almorzar a ritmo italiano (lento) en la vereda de Via de San Cosimato, empezaron a caer las primeras gotas. Eran de esas gotas pesadas y gordas, que los paraguas chinos no alcanzan a frenar. En cuestión de segundos, hubo que cancelar el almuerzo y salir a buscar refugio de la tormenta que explotó sobre los preparativos de la visita papal y que amenazaba con ahogar nuestra esperanza de pellizcar un vistazo cercano del sucesor de Pedro.
Nos acurrucamos en un café con toldo y reincidimos en la sobredosis de gelato mientras dejábamos a Isabella dormir entre los truenos y relámpagos, que parecían, misteriosamente, arrullarla.
Por entre la lluvia, ríos de peregrinos, algunos en sillas de ruedas, muchos discapacitados, seguían como podían su camino hacia la Piazza de Santa María in Trastevere con los billetes apretados y las sonrisas suplicantes pidiendo en sus corazones: “Basta, pioggia, basta!”.
A las cuatro, como por indicación celestial, la tormenta se transformó en lluvia y la lluvia en llovizna. Con cierto descreimiento salimos, caminando, hacia el lugar del cartel, de la música, siguiendo a los peregrinos, pensando que tal vez, todos se habrían ido y el evento se habría cancelado.
Pero la lluvia barrió solo a aquellos que la temieron. Y al llegar a la valla que podíamos ocupar, el lugar que podíamos estar los que no teníamos billetes, quedamos en primera fila. De nuevo, incrédulos, preguntamos si Francisco pasaría por allí, por el corredor de dos o tres metros que separaba un paredón de donde estábamos parados. Sí, confirmó una señora española, pasar va a pasar pero no sabemos si en coche o a pie.
Mientras conjeturábamos lo que decidiría el Papa, intentábamos explicarles a las nenas, de cinco y dos años, lo que estaban por ver. “¡Pa-pa, pa-pa!”, cantaba Isabella mientras Fran absorbía todo lo que pasaba con atención y esperaba entusiasmada.
Unos minutos más y los flashes se encendieron y los brazos comenzaron a estirarse. Ansiosos, nos apuramos a diseñar una estrategia: Javi tendría a Fran sentada en sus hombros y yo a Isabella, en brazos, con su cuerpo del otro lado de la valla. El objetivo era que Francisco la viera y la bendijera. Sabíamos que los niños captan su atención y ella, con sus cachetes como albóndigas y su pelo con flecos, no iba a pasar desapercibida.
Pocos segundos después, los cachetes hicieron lo suyo. Y la sotana blanca se frenó ante nosotros. Y esto fue, palabras más o menos, lo que pasó:
¡Francisco! ¡Bendígala!
Francisco, obediente, la bendice y nos toma de la mano: primero a Javi, después a mí. Por un segundo, a los dos juntos.
¡Somos uruguayos…!
Francisco abre sus ojos con mirada cómplice y se sonríe para lanzar la tradicional y argentinísima broma:
¿Uruguayos…? Y el mate, ¿dónde está?
Allá…
Responde esta tonta mentirosa sin mate y retruca:
¡Lo queremos mucho, gracias por todo!
Francisco sigue su camino y Francesca queda como testigo privilegiada, filmando todo desde lo alto con sus ojos de princesa. Dedica un gesto a cada mirada que lo encuentra, a cada garganta que lo reclama. Embriaga y llena de paz. Sus manos son las de un abuelo, cálidas, envolventes, aunque se sientan apenas débiles.
Nos dejó como unos pobres locos, bailando al son de la música de colores, ahora enriquecidos, agradecidos y en deuda perpetua con la comunidad de San Egidio. Unos locos para los que el Trastevere ya no es solo un barrio alternativo al sur del Vaticano, sino un lugar de gracia donde un pastor salió a bromear, saludar y bendecir a unos peregrinos distraídos, que buscando la cara menos conocida de Roma, dieron con el “romano” más famoso del mundo.
En el 46:18 se puede entrever (con algo de voluntad) a los protagonistas de la crónica.