No es poca la ambición mar adentro. Está por probarse si la fortuna sucumbirá o no ante la inexperiencia.
Al hombre le ha costado un largo tiempo armarse de paciencia para levar anclas de su seco hogar y decidirse a obsequiar a su hijo esta tarde de domingo. La ilusión del pequeño no cabe en esta frase: ojos como faroles, respiración entrecortada y una enorme ansiedad fuerzan al padre a sentirse, desde el principio, bien recompensado.
Equipados para esta empresa, parecen payasos. Los gruesos y fríos impermeables amenazan el equilibrio en el estrecho y empinado camino que lleva al extremo del muelle, que es bañado por una suave llovizna. Botas de goma de horma desajustada, grande para el chico, chica para el grande, dificultan algo más esta travesía y provocan piel de gallina a quien vela por una criatura plena de inconciencia, sintiendo como empiezan a doler las ampollas que las medias no logran prevenir. Debajo de los impermeables, la madre se ha encargado de hacer lo suyo. A él le ha forzado una camiseta, una camisa de viyela, un mullido pulóver de lana color maíz, calzoncillos largos y pantalones sufridos de pana. El pequeño lleva una cantidad de trapos igual o mayor. Su madre lo ha enroscado a una bufanda no sea que vaya a perder la voz. Así, cuello y cabeza son una sola cosa.
El instrumental funciona como caballito de batalla. El calderín, balde y catalejo están muy bien sujetos a unos minúsculos y sudorosos puños. Unas manos con más años cargan con el resto del equipaje: caña, carrete, carnada fresca y un bolso con demás chucherías innecesarias. El mar está lo suficientemente tranquilo para que se cumpla la segunda hazaña. El duo surca las aguas al sonido silencioso de “Carros de fuego”.
(...)
El fortísimo olor que emana de la tabla de madera se ha convertido en un dulce perfume. El altar para el sacrificio de las escamosas víctimas, trofeos de guerra, es prueba de que se ha sorteado un imposible. Radiante, aunque agotado, echado en su sillón, el pescador va dejando que las peripecias de su ida al muelle se vayan contando solas a los atentos oídos de ella, que está feliz de ver a los suyos victoriosos tras la batalla naval. El chiquitín, en cuclillas, no muy lejos, contempla con fascinación el ecosistema instalado en su balde. El mar le ha regalado una partecita de sí y él disfruta cada segundo de sus tres peces danzantes, que dibujan eternos círculos dentro de la cubeta sin marearse.
Al hombre le ha costado un largo tiempo armarse de paciencia para levar anclas de su seco hogar y decidirse a obsequiar a su hijo esta tarde de domingo. La ilusión del pequeño no cabe en esta frase: ojos como faroles, respiración entrecortada y una enorme ansiedad fuerzan al padre a sentirse, desde el principio, bien recompensado.
Equipados para esta empresa, parecen payasos. Los gruesos y fríos impermeables amenazan el equilibrio en el estrecho y empinado camino que lleva al extremo del muelle, que es bañado por una suave llovizna. Botas de goma de horma desajustada, grande para el chico, chica para el grande, dificultan algo más esta travesía y provocan piel de gallina a quien vela por una criatura plena de inconciencia, sintiendo como empiezan a doler las ampollas que las medias no logran prevenir. Debajo de los impermeables, la madre se ha encargado de hacer lo suyo. A él le ha forzado una camiseta, una camisa de viyela, un mullido pulóver de lana color maíz, calzoncillos largos y pantalones sufridos de pana. El pequeño lleva una cantidad de trapos igual o mayor. Su madre lo ha enroscado a una bufanda no sea que vaya a perder la voz. Así, cuello y cabeza son una sola cosa.
El instrumental funciona como caballito de batalla. El calderín, balde y catalejo están muy bien sujetos a unos minúsculos y sudorosos puños. Unas manos con más años cargan con el resto del equipaje: caña, carrete, carnada fresca y un bolso con demás chucherías innecesarias. El mar está lo suficientemente tranquilo para que se cumpla la segunda hazaña. El duo surca las aguas al sonido silencioso de “Carros de fuego”.
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El fortísimo olor que emana de la tabla de madera se ha convertido en un dulce perfume. El altar para el sacrificio de las escamosas víctimas, trofeos de guerra, es prueba de que se ha sorteado un imposible. Radiante, aunque agotado, echado en su sillón, el pescador va dejando que las peripecias de su ida al muelle se vayan contando solas a los atentos oídos de ella, que está feliz de ver a los suyos victoriosos tras la batalla naval. El chiquitín, en cuclillas, no muy lejos, contempla con fascinación el ecosistema instalado en su balde. El mar le ha regalado una partecita de sí y él disfruta cada segundo de sus tres peces danzantes, que dibujan eternos círculos dentro de la cubeta sin marearse.