Llegaron los primeros días de marzo y los niños empezaron a jugar un nuevo juego: picar hielo con la punta de sus botas de nieve. El invierno se está derritiendo y esto cambia el ritmo de movimiento afuera del hogar acondicionado. Si el termostato marca apenas más que cero grados (Celsius, por favor: no confundir) dan ganas de andar en chancletas y salir a correr en shorts. La gente se destapa por fin de las bufandas, camperas, gorros y guantes y se empieza a mover al ritmo del deshielo y se deja ver. Lo que hay son puras sonrisas.
Antes de mudarme a Wisconsin, escuché decir a alguien (algún optimista entre tantos que me aseguraban que nos moriríamos) que aquí se disfrutan más los veranos porque se valoraban mucho después de inviernos tan largos. Efectivamente, estamos felices de que la primavera se esté asomando y ansiosos de que el verano prometido llegue porque serán prueba de que lo hemos sobrevivido todo: la nieve implacable, el hielo irrompible y el viento ártico. Como dice Kelly Clarkson en su moderno grito estóico: “What doesn´t kill you makes you stronger”. Aquí estamos radiantes y más fuertes.
¿Que más decir de esta experiencia? Se me ocurre invitarlos a viajar por algunas facetas menos comentadas de esta estación. Por ejemplo: manejar mientras nieva es como navegar en una galaxia en expansión. Cada copo es una estrella y el paseo, una experiencia celestial. Hasta que, de golpe, aparece un monstruo a toda velocidad y en dirección contraria: el camión-pala que barre la nieve. Arrasa con potencia y deja a la piloto con el corazón en la boca. Otra escena fascinante es la de una noche despejada y con luna llena. El manto blanco que lo cubre todo se enciende e ilumina mucho más que el satélite.
Cuando hace -25 grados Celsius, generalmente, no nieva y sólo una cosa puede ser peor: la sensación térmica. La llegamos a tener a -30 y pico. Respirar se hace dificil porque el aliento se congela y la alerta meteorológica previene contra la exposición de más de diez minutos a la interperie. Por eso, cuando la tarde es larga y la hibernación exige una pausa, hay pocos lugares donde encontrar consuelo. Para nosotras, una de esas tardes de fines de enero, fue en el zoológico de Madison.
Llegamos tiritando y fuimos directo al primer lugar cerrado que vimos. Esta es una estrategia básica de supervivencia en un invierno polar: se sale de la casa pero para volverse a encerrar. Nuestra parada fue en la tienda de regalos del zoo. Como no teníamos nada que regalarle a nadie ni nos interesaba incorporar otro peluche, esperamos hasta ver que alguien apareciera entre tanto souvenir. La encargada, que debería ser la única en todo el lugar, se mostró sorprendida aunque amable. Cuando le dejamos claro que no queríamos comprar nada, le pedimos que nos indicara el mejor lugar donde ir a parar. Si el zoológico estaba abierto, algo habría para ver. “¡Los primates!”, nos dijo entusiasmada. Así que, los fuimos a visitar y nos decidimos a pasar la tarde con un par de orangutanes refugiadas con ellos en su pretendida selva tropical.
Después de un rato de conversación con los enormes seres, verlos hamacarse y moverse de liana en liana nos hizo olvidar la rigidez del paisaje fuera. Pasamos así un buen rato, momificadas y enrarecidas por el contraste entre los ambientes. Y en cierto momento, como por accidente, se dieron vuelta los papeles. Empezamos a hacer macacadas para que ellos tal vez se interesaran y nos siguieran con la mirada. No funcionó. Claramente los días de encierro nos estaban afectando (¿o potenciando la creatividad?) así que lo mejor fue dejar a los solitarios animales que parecían preferir también hibernar de las visitas.
A ese paseo siguieron tardes de biblioteca, juegos con amigas y patinaje artístico improvisado “a la uruguasha”. Hemos conquistado y avanzado día a día y paso a paso nuestro desierto blanco. Y los juegos Olímpicos de Sochi ayudaron a darle sentido épico y deportivo a todo lo que nos rodeaba. Pero ya está. Muy bien aprendida la lección, gracias. No más records, Señor Invierno. Ahora disfrutamos verlo hacerse vapor y, lentamente, despedirlo.
Antes de mudarme a Wisconsin, escuché decir a alguien (algún optimista entre tantos que me aseguraban que nos moriríamos) que aquí se disfrutan más los veranos porque se valoraban mucho después de inviernos tan largos. Efectivamente, estamos felices de que la primavera se esté asomando y ansiosos de que el verano prometido llegue porque serán prueba de que lo hemos sobrevivido todo: la nieve implacable, el hielo irrompible y el viento ártico. Como dice Kelly Clarkson en su moderno grito estóico: “What doesn´t kill you makes you stronger”. Aquí estamos radiantes y más fuertes.
¿Que más decir de esta experiencia? Se me ocurre invitarlos a viajar por algunas facetas menos comentadas de esta estación. Por ejemplo: manejar mientras nieva es como navegar en una galaxia en expansión. Cada copo es una estrella y el paseo, una experiencia celestial. Hasta que, de golpe, aparece un monstruo a toda velocidad y en dirección contraria: el camión-pala que barre la nieve. Arrasa con potencia y deja a la piloto con el corazón en la boca. Otra escena fascinante es la de una noche despejada y con luna llena. El manto blanco que lo cubre todo se enciende e ilumina mucho más que el satélite.
Cuando hace -25 grados Celsius, generalmente, no nieva y sólo una cosa puede ser peor: la sensación térmica. La llegamos a tener a -30 y pico. Respirar se hace dificil porque el aliento se congela y la alerta meteorológica previene contra la exposición de más de diez minutos a la interperie. Por eso, cuando la tarde es larga y la hibernación exige una pausa, hay pocos lugares donde encontrar consuelo. Para nosotras, una de esas tardes de fines de enero, fue en el zoológico de Madison.
Llegamos tiritando y fuimos directo al primer lugar cerrado que vimos. Esta es una estrategia básica de supervivencia en un invierno polar: se sale de la casa pero para volverse a encerrar. Nuestra parada fue en la tienda de regalos del zoo. Como no teníamos nada que regalarle a nadie ni nos interesaba incorporar otro peluche, esperamos hasta ver que alguien apareciera entre tanto souvenir. La encargada, que debería ser la única en todo el lugar, se mostró sorprendida aunque amable. Cuando le dejamos claro que no queríamos comprar nada, le pedimos que nos indicara el mejor lugar donde ir a parar. Si el zoológico estaba abierto, algo habría para ver. “¡Los primates!”, nos dijo entusiasmada. Así que, los fuimos a visitar y nos decidimos a pasar la tarde con un par de orangutanes refugiadas con ellos en su pretendida selva tropical.
Después de un rato de conversación con los enormes seres, verlos hamacarse y moverse de liana en liana nos hizo olvidar la rigidez del paisaje fuera. Pasamos así un buen rato, momificadas y enrarecidas por el contraste entre los ambientes. Y en cierto momento, como por accidente, se dieron vuelta los papeles. Empezamos a hacer macacadas para que ellos tal vez se interesaran y nos siguieran con la mirada. No funcionó. Claramente los días de encierro nos estaban afectando (¿o potenciando la creatividad?) así que lo mejor fue dejar a los solitarios animales que parecían preferir también hibernar de las visitas.
A ese paseo siguieron tardes de biblioteca, juegos con amigas y patinaje artístico improvisado “a la uruguasha”. Hemos conquistado y avanzado día a día y paso a paso nuestro desierto blanco. Y los juegos Olímpicos de Sochi ayudaron a darle sentido épico y deportivo a todo lo que nos rodeaba. Pero ya está. Muy bien aprendida la lección, gracias. No más records, Señor Invierno. Ahora disfrutamos verlo hacerse vapor y, lentamente, despedirlo.