Tuve el privilegio de vivir cerca, muy cerca de mi abuela materna desde los ocho meses hasta los catorce años. De ese tiempo, este repaso de algunas lecciones que acabo de rescatar del depósito de mi memoria.
1) A no comer, ni pedir, de más. Cuando salíamos a un restaurante, no recuerdo que ella pidiese nada. Tal vez un vaso de leche. Su plato eran los restos de comida de los demás.
2) A no hablar de más. Sus palabras eran claras y sus cantos, breves.
3) A dar a los niños cajones para ordenar. Iba mucho a lo de mi abuela y allí y entonces no había cable ni jardín. Por eso, le gustaba darme algo para hacer.
4) A sentarse y estar. La pausa y atención de la costura y el tejido servían de distracción para ella mientras que nos ofrecía su compañía.
5) A no usar la mano como pañuelo. ¡Te va a quedar la nariz con una raya!, me decía enojada. Era mi tic y se convirtió en su obsesión. Hasta que consiguió corregirme.
6) A calentar la leche con agua caliente. No le gustaba hacer mucho en la cocina, pero sabía sus trucos. Uno era no ensuciar una olla para calentar leche y, en cambio, calentar agua en la caldera y después ponerla en la taza con leche fría e improvisar así un microondas.
7) A dejar la pileta impecable. Después de usarla, pasaba el trapo hasta que no quedase una gota. No se trataba solo de limpiar platos, sino de dignificar el espacio donde se limpiaban.
8) A saber dar vueltas sin marearse. La lista de mandados con ella se convertía en una lista de pequeños viajes cargada de entrañables encuentros: zapatero, farmacista, carnicero...
9) A rezar.
10) A escuchar música clásica de noche.
11) A leer mucho y cosas que valgan la pena.
12) A mantener las puertas abiertas siempre que sea posible.
13) A dar sin mirar cuánto. Catorce, lo mismo da, casi la escucho decirme con su voz firme.
14) A usar la distracción como cura. Cada vez que nos caíamos (y nos “moríamos” de dolor) nos preguntaba: ¿A ver, a ver si se rompió el piso?
1) A no comer, ni pedir, de más. Cuando salíamos a un restaurante, no recuerdo que ella pidiese nada. Tal vez un vaso de leche. Su plato eran los restos de comida de los demás.
2) A no hablar de más. Sus palabras eran claras y sus cantos, breves.
3) A dar a los niños cajones para ordenar. Iba mucho a lo de mi abuela y allí y entonces no había cable ni jardín. Por eso, le gustaba darme algo para hacer.
4) A sentarse y estar. La pausa y atención de la costura y el tejido servían de distracción para ella mientras que nos ofrecía su compañía.
5) A no usar la mano como pañuelo. ¡Te va a quedar la nariz con una raya!, me decía enojada. Era mi tic y se convirtió en su obsesión. Hasta que consiguió corregirme.
6) A calentar la leche con agua caliente. No le gustaba hacer mucho en la cocina, pero sabía sus trucos. Uno era no ensuciar una olla para calentar leche y, en cambio, calentar agua en la caldera y después ponerla en la taza con leche fría e improvisar así un microondas.
7) A dejar la pileta impecable. Después de usarla, pasaba el trapo hasta que no quedase una gota. No se trataba solo de limpiar platos, sino de dignificar el espacio donde se limpiaban.
8) A saber dar vueltas sin marearse. La lista de mandados con ella se convertía en una lista de pequeños viajes cargada de entrañables encuentros: zapatero, farmacista, carnicero...
9) A rezar.
10) A escuchar música clásica de noche.
11) A leer mucho y cosas que valgan la pena.
12) A mantener las puertas abiertas siempre que sea posible.
13) A dar sin mirar cuánto. Catorce, lo mismo da, casi la escucho decirme con su voz firme.
14) A usar la distracción como cura. Cada vez que nos caíamos (y nos “moríamos” de dolor) nos preguntaba: ¿A ver, a ver si se rompió el piso?